domingo, 20 de marzo de 2011

Matices, César Hildebrandt. Brillante artículo, radiografía real y veraz de nuestra sociedad de la mentira, la ignorancia y la corrupción

Qué pensaríamos de un país que tiene entre sus candidatos a la presidencia de la república a un hombre como Humberto Pinazo Bella?

Si fuéramos benévolos diríamos que es un país pintoresco, endemoniadamente cómico y levemente bárbaro.

Si no fuéramos benévolos pensaríamos en la metáfora de un país que ha sufrido un ataque de apoplejía, un país decadente en el que la meritocracia no existe, los filtros no funcionan, la democracia es una turba que chilla.
Pues eso es lo que pensé al escuchar a Pinazo Bella mientras farfullaba estupideces en el viejo local del diario El Comercio.

No fue el único en decir estupideces, por supuesto. Pero su lenguaje, que habría pasmado a Darwin y quizá evitado la formulación de la teoría evolutiva, revelaba un cierto y asombroso estadio prehistórico, una condición casi previa al lenguaje articulado y al pensamiento abstracto.
¿Es cruel decir esto?

Sí. Pero es más cruel el país que catapulta a un Pinazo a la máxima aspiración de la democracia.

¿Qué hemos hecho tras 190 años dé república?
¿En cuántas cosas hemos tenido que fracasar para que las elecciones sean lo que son y el congreso sea lo que es y un señor como Pinazo aparezca entre quienes quieren gobernarnos?

En primer lugar, hemos fracasado como sociedad. Nos ha derrotado la falta de valores. O, si usted lo quiere, el éxito del antivalor.

Pinazo es la cima de una montaña construida a lo largo de siglos de debilidad. El sobrestimado imperio inca, que apenas tuvo 150 años de vigencia, fue derrotado en unas cuantas semanas. En trescientos años de dominio español apenas hubo tres levantamientos dignos de tomarse en cuenta. Y cuando llegó para América la horá de la separación, la monárquica, borbónica, repantigada y rentista Lima fue el centro de la resistencia virreinal.

Y, sin embargo, nos mintieron. Una teocracia mediocre (la inca) nos fue presentada como el paraíso perdido. La verdad es que si el Perú albergó alguna vez prodigios culturales y aventuras artísticas de valor universal fue cuando florecieron, en distintas etapas, Chavín, Paracas, Nazca, Moche, Tiahuanaco. Si esas culturas hubiesen durado, un fermento extraordinario y plural habría tejido la trama de una utopía peruana parecida al federalismo.

Pero en vez de utopías tuvimos a falsos marqueses con esclavos negros y amantes cimarronas, primero a caudillos militares sin escrúpulos, después, y al civilismo encomendero y perdedor casi siempre.

De modo que no somos la Venecia de la fusión. Como quieren proclamar los ridículos. No somos un mediano país que está saliendo del subdesarrollo. No somos la envidia de nuestros vecinos. Volvemos a ser el país de la bonanza para unos cuantos.

Y seguimos siendo el país que no invirtió en educación. que sacrificó las instituciones y que ahora paga de mil maneras, el pecado de esa soberbia sin sustento que parece ser su característica.

Pues bien, en este país de pendejos y robos que se festejan, de canallas que la gente aplaude, de coimeros con licencia de congresistas, de jueces podridos, de periódicos que ensuciarían el pescado, de leyes que se burlan y sobre ganancias que no pagan impuestos, digo, en este país que amamos y que nos atormenta, quizá Pinazo sea un mal menor y anecdótico.

Pero no es el único. Escuchar al lobista estadounidense hablar como si el Perú le importase, la verdad lo conmoviera, la buena fe lo llamase, es de vomitar. Y ver que desde palacio de gobierno, donde vuelven a habitar ladrones, se esgrimen facturas de excesos alcohólicos como todo argumento, es de vomitar. Y ver a la señora Keiko haciéndose la mosquita muerta, es de vomitar dos veces. Por eso alguna vez dije que la política peruana podía no conducirte al progreso pero sí al inodoro. Y ahora viene lo más doloroso de esta columna. Durante años he admirado a Javier Diez Canseco. Su terquedad, su desapego por lo material, su coherencia, el carácter marxista y misionero de su ¡zquierdismo elocuente, me hacían fácil quererlo.

De pronto, en estos días, avisado por amigos que no salían de su asombro, he sintonizado el canal de los Schutz -el padre, el hijo y el espíritu santo de Cipriani- y he visto a Javier haciendo de director de cámaras de un noticiero fingido, actuando al lado de Jorge del Castillo, Cenaida Uribe, Luisa Maria Cuculiza, Renzo Reggiardo ¿Porqué, querido Javier terminar asi una biografía impecable?

¿Por qué hacer de tonto en el canal que sólo aspira a que Keiko Fujimori gane las elecciones, el canal que se dirige desde Suiza y se nutre de la plata negra que alguna vez se sacó del SIN en maletines deportivos?

AI día siguiente leí una columna donde Fernando Vivas, el cadáver más exquisito en el cementerio de reputaciones del Perú. decía que ese comercial testaba muy bien, que era una manera práctica de obtener publicidad gratuitamente y que nadie debía hacer caso a las críticas de los aguafiestas puritanos. O algo así.

Bueno, pensé: si Vivas dice que estás bien lo primero que tienes que hacer es pellizcarte para ver si no se trata de una pesadilla. Si no se trata de un mal sueño, entonces quiere decir que es altamente probable que hayas metido la pata. Porque Fernando ha pasado de la contestación a la comodidad de no hacerse preguntas, de la rebeldía a la jubilación precoz, de una cierta ira a una relación promiscua con lo que pueda suceder. Así es el éxito.

Pero volviendo a Javier: ¿Era necesario hacer de comediante en el canal de los Schutz para asegurarse un asiento en el próximo Congreso, asiento que, en mi opinión, se habría ganado sin contraer ninguna infección y tan sólo recordando tantos años de parlamentario fiscalizador, decente y muchas veces decisivo para las buenas causas?

Viendo a Javier ponchando cámaras, diciendo lísuritas que un pitido silenciaba, con los audífonos puestos, lo comprobé, lo volvía saber aparte del país en que nacimos, el Perú es un lento contagio. Nuestro país tiene la paciencia mineral que se requiere para erosionar a las personalidades más fuertes, igualar hacia abajo, fomentar el suicidio moral o intelectual, perseguir las singularidades, doblegar. La guerra que el Perú nunca perderá será la que siempre libre en contra de sus mejores hijos.

¿No fue Macera, el gran Macera, el que apareció alguna vez, en busca de un asiento congresal, contoneándose con el baile del Chino junto a Rossy War?
Pero yo no me sentía próximo a Macera. De modo que lo que hizo me escandalizó pero no me dolió. Ahora sí estoy dolido. Y no sé a quién darle el pésame. Porque, de algún modo, el Javier que yo conocí se me ha muerto como del rayo.

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